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El vínculo terapéutico: esa relación única y diferente a todas las demás

Una de las variables más importantes que predicen el éxito terapéutico tiene que ver con eso que conocemos como vínculo. Este hace referencia a un lazo invisible que une al profesional con su paciente en un clima de confianza y serenidad. 

Gracias a las aportaciones del psiquiatra Jerome Frank sabemos que las distintas psicoterapias muestran eficacia similar debido a que comparten puntos o factores comunes:

-La presencia de una figura, el clínico, que es un profesional reconocido que forma el vínculo terapéutico con el paciente.  Esto hace que la persona sienta que realmente puede ser ayudada y, por ende, recuperar el bienestar.

-La existencia de un espacio, un sitio donde la psicoterapia ocurre. Los problemas se abordan en un lugar distinto a dónde se generan, lo cual es en sí mismo terapéutico.

-Una mitología, es decir, una explicación racional que justifique los problemas del paciente en la actualidad, así como la existencia de un tratamiento concreto para resolverlos. 

-Un ritual, es decir, “algo” que se hace en línea con la mitología de la terapia y que permite el paso del sufrimiento al bienestar.

Como vemos, el vínculo es uno de esos factores clave que todas las terapias comparten. Aunque en nuestra vida formamos numerosos vínculos de muy distinto tipo, aquel que establecemos con nuestro psicólogo es diferente. Diferente porque en ese profesional depositamos información sobre nosotros muy personal, cosas que quizá nunca hayamos compartido con nadie más. Y, sin embargo, nuestro psicólogo nunca formará parte de nuestro entorno cercano como sucede con los amigos, la pareja y la familia. Esta paradoja es lo que hace que la alianza entre ambos tenga un carácter único que en ocasiones cuesta definir. 

A la vez, esta curiosa contradicción es lo que permite que en la terapia las personas puedan poco a poco quitarse capas de encima como si de una cebolla se tratara. Poder mostrar el mundo interior de uno sin condicionantes de por medio, sin juicios o presiones, es en sí mismo sanador. Esta neutralidad de base nos ayuda a tomar perspectiva de las cosas, abrir cajones que estaban cubiertos de polvo, curar heridas, conocer quiénes somos y hacia dónde nos gustaría ir.  

Y así, si ese lazo invisible se ha consolidado bien, tenemos el sustrato firme necesario poder trabajar en otras áreas. Cuando esto ocurre la terapia representa un espacio seguro donde pueden producirse grandes cambios.

Cuando paciente y terapeuta han formado un buen vínculo terapéutico ocurre lo siguiente:

  • El paciente tiene la seguridad de ser aceptado incondicionalmente, sin juicios por parte del profesional.
  • El terapeuta valida el malestar del paciente a la vez que le devuelve sus impresiones y propone caminos en búsqueda de soluciones.
  • Hay una relación colaborativa, paciente y terapeuta forman un equipo coordinado. El profesional no da “lecciones” sino que se sitúa al lado de la persona asumiendo que esta es un agente activo en su proceso.
  • Hay libertad y confianza para expresar necesidades, impresiones y dudas. El paciente no busca complacer al terapeuta y el terapeuta tampoco alimenta una actitud de obediencia. 
  • Se fomenta una motivación al cambio genuina, de manera que el paciente conecte con sus propios motivos y no con razones impuestas desde el exterior.

De acuerdo con el psicólogo Carl Rogers, representante principal de la escuela humanista, el vínculo en terapia debe sostenerse sobre tres pilares clave:

-Empatía: la empatía es esa capacidad que nos permite comprender las emociones del otro. Esta habilidad implica salir de nuestro egocentrismo, dejar a un lado nuestros propios sentimientos y situarnos desde la mirada del otro, entendiendo cómo y por qué puede sentirse como lo hace. Así, el psicólogo debe ser capaz de entender esa vivencia única de su paciente. Debe imaginar cómo es calzarse los zapatos de esa persona sin quitarse los suyos.

-Aceptación incondicional: La aceptación incondicional pasa por aceptar a esa persona tal y como es, con sus sentimientos, experiencias, conductas, etc. Cuando el terapeuta adopta esta actitud, se construye un clima de confianza que ayuda a que el paciente confíe, se crea un lugar seguro donde puede ser él mismo sin caretas.

-Autenticidad: La autenticidad permite, unida a lo anterior, que el terapeuta sea congruente con sus valores. Esto hace que sea alguien confiable, que destila seguridad y transparencia. 

Sin formar un vínculo sólido en base a estos principios desde el minuto uno, un proceso de terapia difícilmente podrá culminar con buenos resultados. Más allá de las técnicas específicas y el enfoque propio de cada profesional, esta sintonía es el ingrediente mágico imprescindible para movilizar cosas y lograr que el paciente recupere su salud emocional. La terapia no es un camino de rosas, está repleto de momentos difíciles. El cambio no siempre es algo cómodo o fácil de lograr. A menudo, requiere soltar mecanismos que, aunque son disfuncionales, también nos dan algunas ganancias secundarias. Especialmente en las primeras fases del tratamiento, la persona puede sentir incertidumbre y temor ante ese nuevo camino que se abre frente a ella. Por mucho sufrimiento que exista en el presente, el futuro desconocido siempre nos asusta porque no sabemos si valdrá la pena. Por eso, ir de la mano de un profesional que nos de seguridad, presencia, templanza y aliento en este viaje es tan importante.

Aunque el establecimiento de este vínculo terapéutico es fundamental, saber cómo cerrarlo cuando se acerca el final del tratamiento es igual de importante. Terapeuta y paciente deben tener siempre claro que el papel del primero en la vida del segundo es transitorio. El objetivo de su trabajo conjunto no es otro que fomentar la autonomía de la persona, de manera que con una mirada distinta y nuevas herramientas pueda afrontar por sí misma sus problemas. No obstante, es el profesional quien debe asegurarse de preparar el cierre con mimo y cuidado, de manera que le persona no se sienta abandonada, sin empoderada para seguir por sí sola el camino.

Para culminar de manera adecuada esa última etapa del tratamiento, el cierre puede desarrollarse con una revisión de los logros conseguidos hasta la fecha, objetivos de la persona para el futuro, reflexiones sobre lo que se lleva de la experiencia en terapia y, por supuesto, un trabajo sólido en prevención de recaídas. 

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